BENDITA PAZ CANALLA

Últimamente, la vida me recuerda a esas montañas rusas de feria cutre: no sabes si el grito es de emoción o de miedo… y dura menos de lo que has pagao.

¡Sí! Todo bien, gracias.

No es solo que haya vaivenes y altibajos (que también, que yo ya vengo curtida), es que todo va a velocidad Fast & Furious. Hace nada soplaba las velas de mis 53 y, el otro día, me chamusqué los dedos soplando las de los 54. Nivel de minimalismo tal que ni pastel hubo. Esto sí que es dieta sostenible y no la quinoa.

Este verano lo paso entre mi ciudad y Tarragona. Plan perfecto: conducir un domingo de noche, pestañear… y ¡zas!, es viernes otra vez. Sabina preguntaba quién le robó el mes de abril; a mí me están atracando semanas enteras y encima sin pasamontañas.

Ya es viernes…Ya es domingo…¡Viernes!¡Domingo!

Pero, oye, que mientras me las roban, yo lo estoy gozando como cuando tenía 15 (pero con menos glitter, más ibuprofeno y, por supuesto, sin taconazo). Hemos entrado en bucle de festivales: nos montamos unos looks que engañen al ojo y nos plantamos, cincuentena en ristre, en esa zona donde se aplaude, se salta y se desafina a gusto.

Allí estoy yo, estamos nosotros, TheJones, jaleando al grupo de turno, dándolo todo y rezando para que la cadera no haga clac o las lumbares colapsen.

¿Será esto la tercera juventud?

Luego, entre semana me atrapa el bucle: ¿quién soy? ¿a dónde voy? ¿qué co*o estás haciendo con tu vida? Pues mira, tampoco lo tengo yo tan claro, pero me da que media población tampoco… lo que pasa es que disimula. A mí ya me da un poco igual, porque la vida se ríe de tus planes, el propósito cambia más que el clima y las dudas vienen y van, y de vez en cuando te dan una hostia a mano llena que te lo aclara todo.

“De nada” – la vida.

Así que ahí estoy yo: abanico en una mano, segundo vermut en la otra, mientras el mundo sigue corriendo, voy yo y descubro lo bueno de parar y de disfrutar lo que sí tienes. Echar esas risas con los de siempre, ir a tu chiringuito de playa favorito, cervecita pre-cena, llegar a casa de tus padres y comer como una reina. Esos baños largos en la playa que te resetean. Momentazos que a los 25 ni olemos y que a los 50 sabes que son oro molido.

¡La playa! ¡La vida!

Además, está esa paz deliciosa de tenerlo todo más o menos “bien”. Tu vida, la de los tuyos, tus rutinas que parecen aburridas pero sostienen todo. La normalidad mola más que mil subidones juntos (yo que era fan de vivir exaltada, negaré haber dicho esto).

Conclusión: si me van a seguir robando semanas, que me las devuelvan en forma de entradas VIP. ¡Ah! Y que no me toquen ni un fucking instante de esta paz canalla, que me empieza a saber a gloria.

Jones madurando (o eso parece)

ASHWAGANDHA Y REDES

Hoy un amigo me pasó un artículo interesantísimo sobre redes sociales. Hablaba del cansancio generalizado que tenemos todos con tanto contenido producido, bonito, medido, monetizable y lleno de KPIs.
A tomar por saco la espontaneidad, ser genuino, compartir porque sí.

Aquí te lo dejo:

https://elpais.com/icon/2025-08-05/lo-cotidiano-ya-no-tiene-espacio-por-que-tus-amigos-ya-no-escriben-nada-personal-en-redes-sociales.html

Lo leía mientras almorzaba un buen tazón de caldo de huesos con ibuprofeno.  Una mezcla extraña entre huesos fuertes y dolor de cabeza postresaca.
El clásico combo: “voy a desintoxicarme” + “migraña etílica del finde”.
Joder. A las puertas de los 54… ya no se puede casi nada.

bhagg! Ibuprofeno va…

Sin ir más lejos, esta mañana he confundido la pastilla de la terapia hormonal con una sacarina, y la he echado al café con leche.
He pensado: “fucking sacarina, ¿por qué no te deshaces?”. Y la he machacado a traición con la cuchara.
Luego ha llegado la obviedad. Mi marido me ha mirado como si me hubiera vuelto loca (que creo que voy en camino), y le he dicho:
“me tomo el café, entra diluida, yo creo que incluso mejor”.

Pastilla diluida y pa’lante.

Después de recoger la cocina —porque una puede tener alma de influencer, pero también es señora de su casa y no le gusta ver migas por el poyete— me he lanzado a bucear por redes.

Lo de siempre:
Anuncio. Anuncio. Anuncio. Meme. Por fin, una conocida ¡Mercè! ¡Qué guapa estás!
Gatito. Otro anuncio. ¿Pero dónde está la gente que me interesa?
No teníamos bastante con el algoritmo, que ahí está la IA, colándose por todas partes como esa invitada que trae alguien a la fiesta sin avisar.

Entre eso, las veces que cojo el móvil y no sé para qué, las que lo pierdo por casa, y la letra de Instagram que ya me obliga a estirar el brazo como una abuela…
¡Ay, virgencita! Lo que cuesta ir en el último vagón de la era digital.

Pero he terminado de leer el artículo, y me ha venido una idea, así, a lo loco:

¿Y si vuelvo a escribir por aquí? Sin avisar. Sin anunciarlo. Sin medir el alcance.  Solo porque me da la gana. En un acto de rebeldía silenciosa, sin esperar nada a cambio.

Solo porque tengo alma de storyteller, aunque el cuerpo me pida siesta.

Será porque voy bien de ashwagandha, porque hoy he empezado yoga por tercera vez (historia de todos mis chakras, volumen 3) o porque en mi To Do list de hoy hay una nueva prioridad: bajar revoluciones… Aporrear el teclado me parece liberador.

Así que aquí estoy. Escribiendo. En silencio. En paz.
Como cuando hacíamos cosas solo por el placer de hacerlas.
Sin KPI. Sin filtro. Sin avisarte. Así, si me encuentras, que no sea por un hashtag.

La Jones de siempre (o no).

TOC TOC… ¿Apagaste el fuego?

Hay dos tipos de personas en este mundo: las que salen de casa tranquilas, sin mirar atrás, y las que, a los cinco minutos, entran en un bucle de paranoia nivel CSI. Porque sí, hay TOCs que nos persiguen a diario y convierten lo que debería ser una existencia normal en un thriller psicológico con nosotros mismos como protagonistas.

  1. La plancha, esa asesina silenciosa. Sales de casa con toda la paz del mundo, pero a medio camino te asalta una imagen perturbadora: tu plancha echando humo como si se estuvieran quemando 200 hectáreas. ¿Solución? Volver a comprobar. Y ahí está, desenchufada, mirándote con desprecio. Yo, por si acaso, levanto el enchufe como si fuera Simba en El Rey León: “¡Lo desenchufé! – me digo a mí misma. ¡Míralo bien, cerebro, y calla para siempre!” (Nunca funciona).
Sí, sí y ¡sí! ¡Has desenchufado!

2. El fogón que se enciende por arte de magia

¿He apagado el fuego? Pues claro. Lo he mirado dos veces. Además, ¡si yo soy de las que cierran siempre la llave de gas! Pues no importa, oigan, la mente TOC no se fía. Me paso la mañana imaginando la cocina convertida en una pira vikinga. Y lo peor: a veces me descubro dudando de mi propia existencia y rezando a Odín. ¿Y si en realidad no fui yo quien apagó el fuego? ¿Y si solo lo soñé? ¿Y si me estoy acordando de otro día? ¿Otro fuego? ¿Es acaso esto un TOC dentro de otro TOC?

Tranquila, tranquila, los fogones estarán apagados. No te obsesiones…

3. La fiesta de la espuma
En un ataque de productividad matutina, vas y pones la lavadora. Das media vuelta, te vas a la siguiente tarea y de repente: “¿Le puse jabón?”. Corres a comprobar y ahí está la lavadora, girando con aire misterioso, sin responderte. Teniendo en cuenta que el lavado tarda dos horas y que no quiero arriesgarme a que la ropa salga con el mismo olor con el que entró, le echo jabón otra vez. ¿Os acordáis de las fiestas de la espuma de los 90? Si mi lavadero fuera más grande… ¡vendía entradas!

¡Cuidado! ¡Que veo negocio!

4. La puerta que nunca se cierra del todo
Cierras con llave. Lo sabes. Lo has sentido. LO HAS HECHO. Pero en cuanto bajas las escaleras, el cerebro te susurra: “¿Seguro que la has cerrado bien? ¿Y si solo creíste hacerlo?”. Y ahí vas, de vuelta a casa, solo para encontrar la puerta más cerrada que un búnker. Pero tú dudas, así que, por si acaso, la vuelves a abrir y la vuelves a cerrar, mientras afilas el oído para que el ruido llegue al cerebro en forma de “ahora sí está cerrada”. No importa, porque seguro que la próxima vez también dudarás.

Cerradaaaaaaaaaaaaa. ¡Está cerrada!

    Imaginaros que un día coinciden estos cuatro… Abres la puerta, cierras la puerta. Abres otra vez. Fuego apagado, sí. Más jabón, por si caso. ¿la plancha? Apagada, apagada. Voy a cerrar el gas. Calla, si ya lo había cerrado. Jabón a la lavadora, más limpia saldrá la ropa. ¿la plancha? OK, vamos one more time. Adiós. Nos vamos ¿la puerta? Cierro. Cierro. Cierro. La miro detenidamente. Suspiro.Rezo. Virgencita que tenga casa a la noche.

    ¿Algún TOC confesable?

    #JonesTieneTocs #YoNoSoyGente #YvosotrasTampoco

    El arte de comer del plato ajeno (o ser una tocapelotas de manual)

    Hay cosas en la vida que son inevitables: que llueva justo cuando sales sin paraguas, que el café se derrame en la camisa blanca, y que, si estás en pareja, vas a querer su comida. Es un hecho. Nadie está a salvo del fenómeno paranormal del “lo tuyo se ve mejor”.

    Uhmmm! Esto va a estar más bueno que lo mío, ¡fijo!

    El ritual siempre es el mismo. Analizas la carta como si fuera un examen de la selectividad, te haces la interesante con un “Me apetece algo ligerito”, pides tu ensalada (o lo que sea que en ese momento crees que es la mejor opción) y, justo cuando llega la comida, pum, desastre: su hamburguesa con queso derretido y bacon crujiente te mira con lujuria. Mientras, tu ensalada te devuelve la mirada con un “tú te lo buscaste, reina”.

    Y aquí es donde empieza el circo. Tenedor en mano, mirada de falsa inocencia, y la frase universal que todo el mundo conoce: “Solo un bocadito, amor”. Pero amor ya lo sabe. Amor ha vivido esta guerra antes. Algunos intentan defenderse con preguntas trampa antes de pedir: “¿Segura que no prefieres esto?”.

    Otros ya han evolucionado y piden pensando en ti, resignados a que una parte de su plato será sacrificada.

    Y luego están los que, sin decir nada, deslizan el plato hacia ti con un suspiro de derrota: “Toma, mi amor, quédate el mío”, mientras en su cabeza resuena un “no, si ya lo sabía yo…”

    (efectivamente #Sargento ya está en esta sacrificada zona).

    Y esto no es solo cosa de pareja, no. Las amigas también lo sufren. Esas que ya te tienen calada y ni se inmutan cuando ven tu cuchara merodeando su postre. Es más, te miran, sonríen y hasta te parten el bocadito perfecto, porque ya saben que la lucha es en vano.

    Amiga, te cojo sólo una cucharadita. Ya sabes que yo no como postre…

    Ahora, en nuestra defensa: esto no es egoísmo ni indecisión, esto es instinto de supervivencia gastronómica. Es amor, es compartir. Y la vida, después de todo, está para disfrutar cada bocado… aunque no sea el nuestro.

    Y si esto no es saber vivir, que baje el chef y lo confirme. Vaaaa! ¡Confesad! ¿Cuántas lo hacéis?

    #JonesEsUnPocoTocapelotas #YoNoSoyGente #YvosotrasTampoco