Pi…Pi…Pi…el despertador de mi móvil pesado e insolente me saca de mi sueño reparador. Saco la cabeza del edredón (sí, duermo con la cabeza tapada, una manía que me cogió después de ver la película Drácula cuando era pequeña), pongo el pie en el suelo y me doy cuenta que no va a ser un buen día.
Un ataque de nauseas del tamaño del Perito Moreno me sobreviene y de pronto soy consciente que ese día echaré el hígado por los ojos. Aun así, y tal y como está el trabajo, hago un esfuerzo por llegar a la oficina. Mala decisión. Llego, saludo, vomito. Me despido, vomito, vuelvo al coche.
La última gastroenteritis me duro 4 días así que no estoy dispuesta a dejar que ese ciclón pase por mi estómago de nuevo, aunque en un estado muy deplorable, consigo llegar al Hospital. Vomito.
Treinta minutos de reloj buscando aparcamiento. Vomito. Llego a recepción y me dan número. Vomito. Gracias a Dios que la enfermera de cribaje, me ve la cara verde de “esto es el fin, decidle a mi familia que la quiero”, se apiada y me pasa a un box. Y ahí empieza la pesadilla…
Me tumbo en la camilla del box y 10 minutos más tarde aparece una enfermera monísima con cara de yo querría estar en cualquier otro lado y me dice: “Te voy a poner una vía”. Vale, no soy aprensiva pero tampoco me regocijo en ver cómo me banderillean, así que giro la cabeza hacía el otro lado.
Noto 18 pinchazos con saña, no puedo más y me giro y veo la carnicería acaecida, miro a la chica: “Se me ha reventado la vena. Voy a decirle a una compañera que venga”. Suspiro, vale, una estudiante en prácticas, yo también lo fui…
Diez minutos más tarde llega una segunda enfermera, así a primera vista le planto unos 40 y tantos y me consuelo pensando en que estoy en manos de la experiencia. “¿Te importa pincharme en el otro brazo?” – le digo yo. Sin problema. Estiro el brazo derecho que cuelga sin gracia alguna por el lateral de la camilla. Y sugiero: “¿Lo apoyo en alguna parte?”
“No, no te preocupes ya me pongo de cuclillas”- me responde.
En seguida me doy cuenta que este plan tiene lagunas, la enfermera resbala, la aguja sale disparada de mi brazo y ella grita “Jo***, me he puesto perdida de sangre y se ha reventado la vena”.
La miro y pienso “esto no está pasando, estoy soñando y ahora me levantaré, me haré un café y a trabajar”. Un nuevo pinchazo me saca de mis pensamientos. Tercer intento. Vía puesta…Aleluyaaaaaa!
Me relajo, me viene un sueño agradable y me dejo llevar…Descorren la cortina y entra un joven atractivo estilo Mario Casas, me mira y me dice: “¿Puedo hacerte unas preguntas?”…Vale, otro estudiante en prácticas. No me consuela ni que sea guapo. Interrogatorio de tercer grado.
Hombre, unas preguntas, sí… ¡65 preguntas son muchas preguntas! Quiero asesinarlo.
De hecho quiero exterminar a todo el personal del hospital con gas…, pero sonrió y respondo educadamente hasta que la criatura se va.
Me doy cuenta ahora que por fin estoy sola y relajada que hace frío, mucho frío. Llamó por el botón, pero no viene nadie. Suspiro. No tengo el día, está claro.
Aparece de nuevo el estudiante y me dice “Me he dejado de hacerte tres preguntas…”. Mi cara de loba-depredadora-de-estudiantes lo convence de que más de 3 preguntas sería considerado “acción temeraria”, así que se ciñe a 3 y no improvisa.
Contesto a sus preguntas y aprovecho para pedirle una manta, me contesta que no tienen y que si quiero me echa mi abrigo por encima. Valoro el tema. Penoso.
Pero tengo frío y digo que sí y Mario Casas me arropa con mi propio abrigo.
Y por fin, me duermo…muchas horas más tarde aparece el médico para ver que tal me encuentro. Pero yo ya hace mucho que no vomito, que duermo plácidamente y que sueño con tardes en La Monumental acompañada de Mario Casas. Que raros son los sueños. ¿Verdad?
Moraleja: Si una gastroenteritis de caballo te sobreviene, NO vayas al hospital, descansa en tu camita y pásala en la soledad de tu almohada.
Yo sobreviví a un BOX.