Mi compañera de trabajo nos ha dicho que hoy hace 36 años que se casó con su santo. Wowwwwww!!! Exclamación general en la oficina seguida de un silencio absoluto mientras estamos todos echando cuentas de su edad (será porqué en el fondo somos todos muy vieja-del-visillo-cotilla).
“Para estar borrachos y no hablar el mismo idioma, no nos ha ido tan mal. Fue un verano. En vacaciones…” añade ella y mientras mi mente ya vuela hacía aquellos amores que pasan, que pesan, que pisan y que posan.
Que pasan, pero quedan. Tenía 13 años cuando veraneaba de camping y me gustaba el chico de la parcela de enfrente. Miradas lánguidas desde su caravana a mi tienda de campaña cuando volvíamos de la piscina. Emoción cuando venía con la bici y derrapaba para llamar la atención.
O cuando nos cruzábamos en el chiringuito mientras hacíamos cola para comprar un Frigurón, ese polo azul que sabía a cualquier cosa y que marcó mi adolescencia. Pasó el verano y pasó ese amor silencioso que aún pasa por mi mente a voluntad.
Tenía 14 cuando estaba locamente enamorada de un tipo de mi ‘insti’ dos años mayor que yo. Porque eso molaba. Lo de que te gustara un tío mayor y tal.
Nos veíamos el rato conjunto en que todas las clases salíamos al ‘patio’ y también coincidíamos en la sala de fotocopias, porque los dos éramos mucho de pedir apuntes…y también pasó la FP dejando su poso de ese amor pasado que nunca pasó.
Tenía 15 cuando pasó lo que tenía que pasar, un tal Dani, alto, rubio y con ojos verdes pasó por mi vida sin que nada pasara, pero dejando pasado escrito. Quería salir conmigo. Ja. No estaba yo por esos menesteres, la verdad. Amores de verano que pasan, pero quedan.
Amores que pesan. Que pesan como una losa de cemento. Los que nos quitaron el sueño y casi la dignidad si nos descuidamos. Amores aprovechados, raros, rebeldes, cansinos, pesados.
Porque sí, todos tenemos alguno de esta clasificación en nuestra hoja de ruta. Recuerdo salir con un tal Cristian, frutero para más señas y con un hermano gemelo-gemelísimo con el que se intercambiaba la ropa y me confundía a cada rato. El muy pesado se empeñaba en hacer unas cervezas con los colegas antes de entrar a la discoteca a bailar la media hora de lentas de turno.
Sonaba de fondo Black y su ‘Wonderful World’ y yo y mi vodka con naranja girábamos como patos en la pista con poca gracia y menos conocimiento, sin saber con cuál de los dos hermanos estaba. Me dejó a las tres semanas, asustado por el compromiso. Y me pesó. Y también me pisó porque bailaba de pena. Pero también pasó.
Pero luego llegan esos amores que pisan fuerte, amores hechos de cemento armado que no dejan rendija abierta a un posible desasosiego, exactamente lo contrario de los que pisotean y dejan una huella que mejor no pisar nunca más.
Y es que en el amor no hay que dejarse pisar ni pisar a nadie sino pisar juntos sin pisotearse el terreno el uno al otro. Así que si os pisan y os pesa, dejar que pase y pasar a otra cosa.
Amores que posan, amores posados, amores a golpe de selfie y de posado robado. Esos sí que asustan porque… ¿de verdad lo que posan les pasa? ¿O sólo posan para que no les pese lo que no les pasa?
Pisan fuerte por Instagram y posan fino en cualquier fiesta. Pero me da a mí que están por pasar de tanto posado y al final les debe hasta pesar ir pisando saraos aquí y allá.
Y así, como diría mi abuela, ‘a lo tonto’ veinticinco años han ido pasando y yo junto a mi Santo que, aunque peso ha cogido a mí no me pesa, no me pisa nunca y siempre está dispuesto a un posado.
¿Y a vosotr@s? ¿Qué os pasa/pesa? ¿Os pisan? ¿Posáis?