Voy a hacer una afirmación que seguro que estaréis de acuerdo conmigo: no se puede ir por la vida sin café. No se puede salir de casa sin un mínimo de cafeína en las venas. Debería estar prohibido.
Cuando lo he tenido que hacer contra mi voluntad y por fuerza mayor (bueno, no sé si un análisis de sangre es una fuerza muy mayor) voy por la calle como
perro sin collar, como zombi escapado de Walking Dead, como sin personalidad y, eso sí, con una carga de mala leche que salpica al que se atreva a hablarme.
Y es que a mí por las mañanas no me gusta hablar – el resto de día hablo hasta por los codos- . Yo hasta que no siento ese líquido negro recorriéndome las venas como inyección de vida no quiero ni poner en marcha las neuronas.
A mí me gusta almorzar despacito. Tomarme mi cafetito con leche con cariño. Sí, sí a cucharaditas. Bueno, con leche ya no, desde que me sacaron intolerancia a la lactosa hace unos años, tuve que despedirme a la francesa de la susodicha, abandonarla y pasarme a la soja.
Un crimen. Meses y meses preparándome un café con leche con soja y dejándome la mitad. Y es que a mí la soja me sabe a vaina de guisantes recién abierta.
Pero yo erre que erre. Cada día bebía un poquito más, hasta que llegó el día en que me lo conseguí acabar. Aquello ya me parecía algo razonable y digno de ingerir, y con el tiempo hasta llegué a mojar galletas. Pero ya no.
Me han retirado la soja porque va mal para los ovarios problemáticos, y los míos lo son más que el mayor de Ortega Cano, así que me he tenido que pasar a la avena. Ahora los cafés con leche me saben como a trigo o yo-qué-sé. Y vuelvo a estar en la fase venga-que-tú-puedes-acabarte-el-vaso-entero.
Buffff. Son esas migraciones inesperadas e incómodas que te sacan a cada rato de tu círculo de confort. Os aseguro que no hago ni un cambio más. Si me retiran la avena, me paso al carajillo de Baileys sin pestañear. Lo tengo decidido.
A mí es que el café con leche me gusta en vaso. Sabe mejor. Se ve más negro y psicológicamente creo que me despierta más. Cuando voy a algún bar y me lo traen en taza, pues no me sabe igual, me parece más flojo, como con menos gancho.
Donde se pongan esos cortaditos buenos, en vaso de cristal de aquellos gastaditos, en esos bares añejos en los que el camarero lleva la raya al lado y la bandeja en el centro… que se quiten las tonterías de los bares con carta de cafés.
Y luego está como dice aquella canción: ‘Azuquita pa’l café’. Aunque a mí me la han quitado por la dieta y tal. Y la sacarina también porque tiene un conservante que no me va bien. Total, que me han dejado a solas con la stevia y andamos haciéndonos amigas. De momento, mal.
Bueno, al tema, que yo cuando me siento con mi café con avena y stevia, quiero disfrutar del momento.
No quiero socializar, ni hablar, ni compartir mesa, ni comentar la serie de ayer, ni dar conversación, ni recibirla. Quiero que no me hable nadie, quiero concentrarme en mis cosas y cucharada a cucharada ir despertando.
Espero el momento en que de nuevo pueda volver a ahogar mis galletas sin gluten en ese líquido marronoso.
Sí, porque yo tiro la galleta y la empujo hacia abajo con la cuchara y aunque veo salir burbujas, signo inequívoco de que se está ahogando, con esa mezquindad que dan los madrugones, no le doy respiro hasta que se hace pedazos, y luego ya con la calma y la cuchara voy a por los restos sin alterarme.
Yo el café con leche sólo lo concibo caliente. Ardiendo, para mayor precisión. Caliento la mezcla hasta que, en muchas ocasiones, decide salirse del recipiente al grito de ‘ya vale, ¿no?’
Me gusta achicharrarme la lengua al primer sorbo y maldecir. Eso desahoga mucho y es que levantarse a las 5.30 de la mañana da para maldiciones a kilos.
Eso sí, en cuanto ese café maravilloso que me he preparado se enfría pierde toda la magia. Y de pronto se convierte en un brebaje imbebible que me hace pensar en la pócima de Gargamel. ¡Ostras! Si me acuerdo de Los Pitufos es que ya tengo una edad experiencia. Ejem.
Pues a pesar de todo lo expuesto, es en ese momento cafetero en el que mi marido, que habla menos que la estatua china del comedor, decide comentarme sus cosas y encarar el día. ¿En serio? Es broma, ¿no?
Yo antes del café soy la bruja Avería, el espíritu del mal, el Doctor Infierno y echo más fuego por la boca que el dragón de Sant Jordi. Y mientras me lo tomo necesito más concentración que para hacer reiki y tranquilidad como si estuviera en una clase de yoga, silencio absoluto y paz, mucha paz.
Estáis avisados, cafeinada lo que queráis de mí. Descafeinada os muerdo. Lo juro.
#SinCaféNoHayParaíso