Y digo yo, ¿en qué momento dejaron los aeropuertos de ser un sitio de tránsito de ilusiones de viajes y vacaciones para convertirse en lugares inhóspitos de una peregrinación más larga que el camino de Santiago? Y encima sin concha que te proporcione alguna fe. Y afirmo esto con conocimiento de causa.
Eránse que se eran tres chicas que decidieron pasar un fin de semana en Londres, porque una de ellas no había estado nunca. Y con la confianza que da el tener amigas viajadas, las otras dos se ofrecieron de cicerones y ella acepto. Y así fue. Un fin de semana fantástico haciendo 20 kilómetros al día, visitando cada piedra, cada escalón, cada esquina de la city: gastando suela al por mayor, con emoción y sin conocimiento.
Y con el buen sabor de boca que te deja la última pinta de cerveza te vas para el aeropuerto con una mezcla de cansancio de cuerpo pero descanso de mente y con la última dosis de adrenalina que te da justo hasta que llegas al asiento del avión. Así pues obviando que Curro Jiménez no murió, sino que lo encerraron dentro de una máquina de tickets de metro y ahora roba virtualmente a través de una pantalla, pagas las 4,70 módicas libras que te cuesta un viaje de metro y te vas caminito de Victoria Station.
Allí te espera otro sablazo. Otras 20 libras por subir a un tren, más viejo que la orilla del mar, que en media hora y muchos traqueteos, te deja en el aeropuerto y ahí empieza el calvario-peregrinaje-romería descalza (y nunca mejor dicho desde que te hacen quitar los zapatos para pasar el control).
Llegas a la Terminal Sur pero tu avión sale de la Norte (tu terminal por alguna razón, que solo debe saber Iker de Cuarto Milenio, siempre es la contraria a la que llegas), así que caminas un kilómetro siguiendo flechas varias para llegar a un metro sin conductor que te traslada a otra Terminal con más flechas que en Fort Apache. Y por fin “llegas” a la Terminal Sur.
Buscas ansiosamente una pantalla dónde aparezca tu vuelo y allí reza “puerta de embarque sin asignar”, la cual cosa no contribuye para nada a tu tranquilidad. Cómo viajas con maleta de mano decides ir tirando para pasar el control que no es cualquier cosa en lo que la famosa puerta es anunciada.
Y en esa cola con forma de zigzag enseñas tu tarjeta y DNI mientras el señor/a de turno te mira con cierto resquemor como si estuviera pensando: “eres malo y lo sé, ya encontraré como pillarte”. Tú sonríes. Porque aún te queda sonrisa. No sabes lo que se te viene encima.
Y procedes a quitarte el cinturón, el reloj, los zapatos y el abrigo. Y de paso te quitas también la dignidad. Pero aun así la máquina pita, alguna pieza metálica que debe tener tu ropa, vaya-usted-a-saber, el caso es que viene una señorita con el cacharro ese que te pasa de arriba abajo y por hacerlo emocionante diríamos que tienes tu momento “narco transportando la merca”.
Para cuando me he puesto de nuevo todo el atuendo encima, veo que han parado a Marisol y también a Pilar, mis compañeras de viaje y en lo que me acerco a ellas veo que aunque mi maleta ha pasado, mi bolso de mano ha sido retirado también.
La maleta de Marisol es registrada por un señor serio. Me acerco a ella para ver si puedo ayudar (aunque sea moralmente), pero el señor implacable ya ha sacado dos jerséis, unos tejanos, el pañuelo que llevaba ayer Marisol y está trasladando un sujetador sin tirantes. Sin problema alguno se dispone a levantar los tangas. Todos. Y en ese momento te das cuenta que tu intimidad ya no es tuya sino que ha pasado a ser pública. La gente recoge sus maletas mientras por el rabillo del ojo chafardea tu ropa interior. Eso no se hace. Feo. Indigno. Al menos un cuartito, por favor.
A su lado está Pilar, cuya maleta es todo un misterio para mí. Aluciné cuando llegamos al hotel y ví todo lo que sacó de ese minúsculo habitáculo, ¡hasta un secador con difusor! Le pregunté si tenía doble fondo, ella dice que es cuestión de organización, pero yo tengo mis dudas y ahora también las estaba teniendo la señorita que sacaba una a una las cosas de su maleta. Miraba la pantalla una y otra vez. ¡No se lo podía creer! Creo que hasta empezó a maldecir por lo bajini porque aquello no tenía fin. Pues no haber empezado.
Y me llegó el turno. Y la señora sacó todo de mi bolso. Reviso la funda de mis gafas, y mi neceser. Todos mis pintalabios desparramados por el mostrador. Y abrió mi monedero y registró todo lo que había dentro. Y me dolió. No me gusta que me hurguen mis cosas. Quería asesinarla.
Recompusimos nuestras ropas y nuestra maltrecha moral y seguimos nuestro peregrinaje. En el ratito que nos quedaba fuimos a buscar una revista y unos chocolates en el Duty Free, que te cobras tú mismo, porque ya solo queda una dependienta y el resto son autocajas. Miras la pantalla: puerta de embarque sin asignar, aunque ya es casi la hora.
Vamos al lavabo y de pronto sucede. Cuando salimos la puerta ya está asignada, como está un poco lejos corremos, pero para cuando llegamos ya hay un montón de cola. Llega nuestro turno y ya no nos dejan entrar la maleta a pesar de ser de cabina “porque el avión está muy lleno”, te la arrancan de las manos y te obligan a facturar. Bueno, vale, la adrenalina se nos acaba…
Subimos al avión y me encuentro una señora sentada en mi asiento:
– Disculpe pero tengo el 8C – le digo yo.
– Si, yo también – me contesta ella.
Y resulta que es cierto. Han duplicado asientos. Respiro. Hondo, muy hondo. Viene la azafata que me pide que me espere hasta que suba todo el mundo y en ese momento me veo sentada en las rodillas del piloto. ¡Con el vértigo que yo tengo!
Pero es mi día de suerte y el avión no va lleno (no entiendo entonces porqué no he podido subir mi maleta pero estoy demasiado cansada para cuestionarmelo), así que me asignan otro asiento.
Me siento y me desmayo. No me molesta ni que la azafata me pise dos veces el pie con el carrito del Duty Free.
Despegamos y en un intento por practicar la inteligencia emocional decido sustituir mentalmente las últimas dos horas de peregrinaje por las últimas dos pintas de Larger y recuerdo lo mucho que me gusta la City y lo poco que me gustan los aeropuertos.
Pero son un daño colateral de viajar, ¡que se le va a hacer!
Echó un último vistazo al sobrecargo, que se llama Nacho y es bastante guapo, y pierdo el sentido. Zzzz. Zzzz. Dos horitas y en casa.
#peregrinajesinfinenelaeropuerto #llevartangasestilososporsiacaso #mataralrevisamaletas
(Nota: Ilustraciones realizadas por Anna Castro. Gracias!.)
Pues imagínate esa misma experiencia pero en Francia… hacen de los túneles del terror atracciones infantiles…
WOWWWW! Suena tremendo. Me gustaría poder llegar a destino sin pasar por toda esta odisea!!!
Jajajaja! y después de todo eso…imagino que estarás pensando en tu próxima escapada, sí o no? 😉
Por supuestisimo Pantufla…¡no hay aeropuerto que se me resista cuando tengo un objetivo! jajaja. Deseando volver a hacer un fin de semana Europeo. hay que ver lo que te oxigena!
Aquí una de las afectadas de la maleta y el aeropuerto.
Alicia, lo relatas con tanto sentido del humor y el viaje fue tan estupendo que me volvería a ir de viaje con vosotras ahora mismo otra vez…aunque me escanearan enterita¡¡¡¡¡¡¡
Muchas gracias por tus magníficos artículos¡¡¡¡¡
Sigue haciéndolo¡¡¡¡¡ Plis¡¡¡¡¡
Hola Marisol, que bueno! Y que bien que te veo. Veo que el momentazo TANGA no ha dejado trauma en ti y que estas deseosa de volver a viajar. Esta vez a ver lo que metes en la maleta, al menos intenta sorprender al señor remueve-todo.
En breve otro viaje!!!
Y vivan los gatos, las tortugas…y sobre todo…las amigassss¡¡¡