El otro día visité a un par de amigas cincuentañeras e intentamos pasarnos unas fotos que nos interesaban vía móvil. Las bajamos del Facebook. Las archivamos. Espera que las subo primero a… un momento que no me sube, ¿cómo hago para enviarlas? ¡Un poco de caos!
Después de marear la perdiz (y el móvil) un rato, dice una de ellas:
“Perdón, está claro que soy Tecnolerda”.
Ja. La otra y yo reíamos como posesas.
Me reí un poco menos cuando descubrí que yo era tecnolerda también. Estaba intentando ponerle un vídeo a mi sobrina de cinco años en mi móvil, cuando la criatura en cuestión se hizo con el aparatejo de marras y me dijo “Se hace así, tita”. Flipa.

Y es que una cosa es adaptarte a las redes y otra muy diferente es nacer con ellas. El hecho es que ya son parte del mapa mental de la generación que sube. A los 5 años yo sólo usaba el dedo para sacarme los mocos, mi sobrina sabe que con la yema de los dedos clicas, pasas fotos y juegas en la Tablet. Y esto, amigos míos, es imbatible.
Sí, yo me he tenido que ‘hacer’ a las redes con ahínco, soportando incluso así un grado de tecnolerdismo interesante. ¿Qué pedirles a mis padres? Una generación anterior a la mía, para los cuales el teléfono era eso que estaba colgado en la pared del pasillo y por el que hablabas poco porque hacía frío ya que nuestra única estufa sólo calentaba el comedor.
Mi madre ya lleva cierta evolución (y no pocas horas dedicadas al tema): ya va sola. Visita blogs, se descarga fotos y utiliza el WhatsApp.
Mi padre entró más tarde en la era smartphonista y sólo porque no le quedó otro remedio para comunicarse con el resto de la familia. De momento sólo envía mensajes de voz y vídeos. De vez en cuando le hago una pregunta y me contesta con tres puntos suspensivos “…”, que no sé si viene a ser un ‘te lo cuento luego’ o un ‘de esto paso’.
La adición es tal que ya nadie se mira a la cara. De hecho, el otro día en una reunión de amigos, mi compañero me miró y evocando a Neruda me dijo “Me gusta cuando wasapeas porque estas como ausente”. Lo miré como si se hubiera vuelto loco. ¿Qué va a ser lo siguiente? “Volverán las oscuras golondrinas de tu jardín su fibra óptica a instalar”. Poesía 3.0. Apaga.
El caso es que nos guste o no, la tecnología evoluciona y o te subes al carro o te va a tocar andar detrás de él. El otro día hablando con otra cincuentañera maravillosa, me dijo:
– ¿Me pasas la foto por WhatssssApp?
– ¿Cómo? -le digo.
– Pues eso: Por WhatssssApp.
– ¿Por qué alargas tanto la S? ¿Para qué suene más glamuroso?
– Ahhh. ¿No se dice así?
Pobre. Bienvenida al Club. Si la llegan a oír unos adolescentes se están riendo de ella hasta el día del juicio final. La diferencia de generación, aceptémoslo.

Y si hablamos de redes sociales apaga, yo hay evoluciones que me niego a asumir. Snapchat, sin ir más lejos, aquí practico el tecnolerdismo con saña. Que bastante tengo yo con mi vida-fake de Facebook como para asumir la inmediatez de un vídeo así a pelo.
Yo ya necesito unos mínimos, un poquito de maquillaje, un arreglo apropiado…por eso pocos selfies me hago. A no ser que sean selfies-fake que digan “Feliz jueves. A disfrutar del almuerzo”, pero en realidad yo haya salido de la peluquería como un pincel y esté más posada que la Preysler para el Hola.
Evoluciones que sí asumo: Instagram y sus filtros. Que haces una foto de un campo de girasoles y 23 filtros más tarde tienes un Van Gogh. No hay foto fea sino filtros de menos. Lo uso sin piedad, cada filtro me quita 3 años. Me he impuesto un máximo: de los 25 no bajo, por miedo a ligar con adolescentes y eso… ¿tendré el síndrome Ana Rosa Quintana?
La diferencia generacional se ve clara en la forma de llevar el móvil.
Mi madre en el bolso. Se acuerda a veces que lo lleva, las menos. No lo oye nunca cuando suena. Podría llevar el móvil o un gato de yeso, dada la funcionalidad que le da. Ella lo saca cuando lo necesita y punto.
Yo, suelo llevarlo en el bolsillo del abrigo y en ocasiones en la mano, en modo apéndice. Mi bolso, en el cual podríamos encontrar (como diría mi padre): ‘hasta mijitas de pan’, es un lugar demasiado concurrido en el que, en caso de emergencia, necesitaría invertir 5 minutos para dar con él. Un bolsillo cercano me da alivio y practicidad.
Mi sobrina de 17. En la mano. Para poder mirarlo continuamente. Aún me sorprende que no haya subido el atropello de adolescentes. Una cosa es que no sientan el peligro y otra que ni lo vean. Se tiran a cruzar la calle en modo apocalíptico sin conciencia alguna de que aparte de ella y la otra persona que está al otro lado del WhatsApp, hay más gente.

Pasar por un instituto requiere más atención que ir por una zona de caza de jabalíes. Al tanto, veo aquí una nueva señal de tráfico: “Atención. Gente wasapeando”.
Tecnolerdismo aparte, hasta mi padre desde que recibe fotos de mi sobrina vía móvil, tiene nuevas ganas de aprender. Lo vamos haciendo por capítulo, pero avanzamos a buen ritmo.
Esto ya no tiene vuelta atrás. Un día sin sonrisa móvil es un día perdido.
Hola, escribo una pequeña reseña de este blog en http://www.blog.lamiscelanea.co
Muchas gracias por la reseña. Gracias por tus palabras. Este blog no tiene otra pretensión que ser una lectura amena, ácida y real de las cosas cotidianas que nos pasan a todos. un saludo.